sábado, 4 de abril de 2009

El Profeta

El profeta vestía traje de rayas. Era un profeta obeso, de piel oscura y brillante, con pelo teñido y gafas de diseño. El profeta se paseaba continuamente, mientras abotonaba su chaqueta y giraba rítmicamente el cuello. Cuando el profeta no paseaba, se sentaba en su silla azul de oficina y contemplaba prostitutas en su monitor. Las prostitutas le saludaban desde el otro lado de la pantalla, le provocaban con poses obscenas, sacaban sus lenguas húmedas y abrían sus piernas sin pudor, mostrando el negro interior de sus almas. Entonces el profeta se estremecía, se encorvaba ligeramente y un espasmo relampagueaba en su brazo derecho. Y a continuación se movía suavemente hacia delante, y hacia atrás, y hacia delante, y hacia atrás sobre su trono azul con ruedas, como si así pudiera traspasar la pantalla y fundirse con aquellas muchachas. Cuando cesaba el movimiento el profeta pasaba un pañuelo blanco de algodón sobre su frente y retiraba delicadamente los restos de sudor, lo doblaba con precisión y lo introducía de nuevo en el bolsillo. Y entonces profetizaba. Era una profecía interior, queda, silenciosa, que crecía dentro de su cuerpo hasta estallar en su cabeza. Una profecía que sólo el podía escuchar, una profecía de la que el mismo era receptor y emisor. Una profecía que le decía que aquella prostituta sería suya ese mismo día, que por fin estaría junto a ella sobre una sabana desechable, que aquellas manos al otro lado de la pantalla le lavarían en un bidé demasiado estrecho bajo una luz tenue de tonos anaranjados. Y la profecía siempre se cumplía. De una forma u otra siempre se cumplía. Y una vez cumplida el profeta se vestía lentamente, marcando los tiempos, mientras la dignidad regresaba a su cuerpo desde la sabana desechable que yacía sobre la cama, llena de surcos y pliegues, emanando un intenso olor a falsa pasión comprada.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Tierra Santa a cubitos






Cualquiera que haya estado en Jerusalén habrá visto que en las tiendas de recuerdos de la Ciudad Vieja venden unos paquetes compuestos por tres botecitos que supuestamente contienen agua del Jordan, Tierra Santa y aceite del Monte de los Olivos. Teniendo en cuenta que todo el agua potable de Israel y los territorios palestinos proviene del río Jordan es muy probable que esto sea cierto. Lo que ya no es tan creíble es que sea agua extraída directamente del Jordan, sino mas bien del grifo de la casa del comerciante o de su proveedor, previo paso por la depuradora. Que la arena sea de Tierra Santa es algo que tampoco es muy difícil, en realidad les bastaría con salir al jardín de su casa con una pala y ponerse a rellenar los botecitos. Lo del aceite del Monte de los Olivos ya es otra historia. No hay suficiente olivo en ese monte para tanto botecito, así que seguramente sea aceite comprado a granel en cualquier aldea palestina o en botellas en algún supermercado. Sea como sea la cuestión es que cualquiera que tenga un grifo, una pala y unas botellas de aceite de oliva puede producir el pack con los tres botecitos y dedicarse a venderlo a los tenderos de Jerusalén.

He de reconocer que esa idea me turbaba en el verano del 95, cuando llegue por primera vez a la excavación. Acabar en una excavación arqueológica es como acabar en la cárcel, sabes porque estas allí pero te niegas a reconocerlo. Ya saben, Indiana Jones y esas cosas. La realidad es bastante diferente. Me encontré con un pico y una azada, y tras ellos una adusta israelí de rasgos achinados que me explicaba en un ingles con acento gutural como debía trabajar. Cinco centímetros con el pico, decía, y después señalaba el pico y mostraba los dedos anular e índice alineados en paralelo, por si no lo había entendido. Y después limpiar con el cepillo, decía mientras balanceaba un cepillo sin palo sobre un suelo imaginario. Y si encontraba algo que la llamara, y si no otros cinco centímetros. Parecía sencillo. Así que me puse en ello, ilusionado con encontrar el arca de la alianza o a un patriarca fosilizado. La decepción de no encontrar nada en los primeros cinco centímetros la mitigue fumando un cigarrillo judío mientras observaba aquel cuadrado de dieciséis metros cuadrados en el que me encontraba. Los siguientes cinco tampoco trajeron nada y al final de la jornada me encontraba medio metro por debajo de mis expectativas.

Pasaron varios días sin encontrar absolutamente nada, y cinco a cinco centímetros me di cuenta que había sacado mucha tierra. Con la azada la recogía y la depositaba en unos cubos negros de plástico, que posteriormente llevaba hasta una oxidada carretilla que esperaba inerte a la sombra. Y de allí avanzaba unos cuantos metros bajo el sol ardiente del medio oriente para acabar lanzando la tierra en un montoncito, que con los días fue creciendo, hasta el punto que se había formado una larga rampa al final de la cual volcaba la carretilla. La decepción que me producía sacar solo tierra la suplía contemplando aquella majestuosa acumulación de arena que crecía día a día. Al cabo de unas semanas aquel montoncito del comienzo se había convertido en una pequeña montaña, o en una colina al menos. El desnivel de la rampa se hizo tan pronunciado que éramos incapaces de subirlo con las carretillas, así que la israelí de ojos achinados decidió que echáramos la tierra en la zona de delante, para alargar la rampa en profundidad y suavizar la elevación. La cosa funciono durante algún tiempo, hasta que nos quedamos sin espacio porque la rampa comenzaba a un par de metros del lugar en el que trabajábamos.

Fue entonces cuando empecé a sospechar………


Continuará.